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Misión especial

Dib Gali

Miembro
Misión especial

Sofía recorrió con la mirada el despacho de James y él aprovechó para observar cada detalle de la anatomía de ella. Se le veía sorprendido por lo hermosa y juvenil que se conservaba, aún a pesar de los más de treinta años que tenían de trabajar juntos.

Cuando la mujer se sentó, cruzó la pierna y trabó la punta del pie en la pantorrilla de la otra. Siempre lo hace antes de empezar a platicar con él. Es un movimiento automático, pero conoce el efecto que causa en él. Sabe que no puede resistirse a la belleza de sus muslos. Las horas de sol que dedica a su cuerpo le han dado el color canela claro que tanto lo atrae. James quedo embelesado, siempre le sucede lo mismo, ese día no fue la excepción. Desde hace varios años ella sabe el efecto imán que sus muslos y su escote tienen para James. No ignora que atraen su mirada a la menor provocación y conoce el poder que ellos le dan sobre él. En diversas ocasiones los ha usado para obtener lo que desea.

La risa de Sofía lo sacó del nirvana de recuerdos en que lo introdujo su esbelta figura. Él la miro a los ojos y ella siguió riendo. James se ruborizó y cuando habló lo hizo como si pensara en voz alta y desgranara sus recuerdos, con el mismo tono con el que se dicta a sí mismo cuando escribe.

–Estás hermosa.

Complacida sonrió y se formaron en sus mejillas los hoyuelos que tanto llaman la atención de James.

–Gracias. Me ves con ojos de amor – dijo ella enviándole un beso.

–No es eso. Ayer, al revisar unos viejos documentos, encontré las fotografías de nuestro primer viaje a Paris.

-Eso tiene- meditó unos segundos y añadió –…veinte años.

–¡Sigues igual!

–Mi belleza y juventud son obra tuya.

Halagada se arrellanó en el sofá, descruzó la pierna y cruzó la otra. James se embelesó una vez más con los muslos de Sofía, él los adora, los conoce a la perfección. La contempló unos segundos en silencio, fumando con parsimonia su pipa preferida, la de espuma de mar. Cuando él la llevaba a la boca yo percibía el temblor de su pulso, lo asaltaban pensamientos eróticos que se obligó a dejar de lado. El trabajo que tenía para Sofía era urgente y prioritario. Para él se trataba de una misión especial, con condiciones que debían cumplirse. Por eso llamó a Sofía, ella es, podríamos decir, su mejor agente. James le dio un trago a su copa de coñac, aspiró profundo el humo de su pipa y dijo:

–Sofía, quiero que compres el vestido amarillo más caro que encuentres. Y después me cuentes lo que hiciste para poder comprarlo.

Sofía se sorprendió con la misión pero, pero como toda profesional, sólo formuló las preguntas necesarias para cumplirla.

–¿De qué talla? ¿Para quién será? ¿Qué tipo? ¿De qué material? - y muchas más.

La forma como resonaban las preguntas en los oídos de él, me dio la seguridad de que James ni siquiera las había imaginado, lo tomaron por sorpresa. Él intentó responder de la forma más fácil que imaginó.

–El vestido es para ti. Cómpralo como quieras, a condición de que sea amarillo y el más caro de la ciudad.

Sofía escrutó el semblante de James con incredulidad. Abrió tanto los ojos, que me fue fácil adivinar que deseaba encontrar el truco de aquella misión. Ahora él disfrutaba con la expresión de ella, se la veía tensa y se mantuvo en silencio varios minutos. Es lógico pensar que buscaba una pregunta cuya respuesta le proporcionara mayores datos. Cuando la encontró, ella se la hizo intempestivamente.

–¿Se puede saber a dónde iremos?

–No – contestó él.

La respuesta causo visible molestia en ella. Su expresión denotó sorpresa. Ella colocó sus manos sobre sus caderas y, fijando en él la mirada, anunció:

–De acuerdo, lo haré.

Se levantó del sillón y caminó hacia él. No lo dejó ponerse de pie, se despidió dándole un beso en cada mejilla. Recuerdo que alguna vez lo escuche decir que él no entendía de dónde había sacado ella esa costumbre tan europea, pero que a su juicio, dos besos eran una exageración.

Sofía caminó a la puerta y, poco antes de salir, él le comunico:

–Estoy en tus manos, tienes seis días para conseguirlo.

Después de tres días resultaba imposible vivir con James. Al no tener noticias estaba nervioso. Hacía mucho tiempo que no la llamaba para encargarle un trabajo y, aunque él sabía que ella nunca había fallado, esa vez se sentía tenso. En forma sutil le aconseje que se calmara. También le aclaré: “estás preocupado sólo porque esta vez no tienes el control”. Él no me hizo caso, ni siquiera me prestó atención.

Al cuarto día James entró en crisis, llamó a Sofía varias veces a su móvil sin que le contestase. También lo hizo a su casa, al escuchar la contestadora, él maldecía a la tecnología y a cuanto cruzara por su mente.

Con esa mala costumbre que tiene de repetir las cosas, todo el día estuvo molestando con la misma cantaleta:

–Me preocupa Sofía. El tiempo transcurre y no tengo escrita ni una línea del informe.

Del quinto día mejor ni les platico. Bueno, en verdad fue el mejor. James despertó al borde del paroxismo y decidió no desayunar. Lo primero que recibió su estómago fue una copa de coñac que se tomó, de un trago, a las diez de la mañana en el despacho. De allí que la mañana del sexto día nos sorprendiera acostados en el suelo y con una resaca insoportable. Nos desperezó con una ducha de agua fría, por fortuna James conserva una muda de ropa en el baño, no tuvimos que trasladarnos a su casa. Yo le recriminé nuestro estado de ánimo y la sed que sentíamos, él intentó trabajar para distraerme, Todo lo que hizo resultó inútil. Después de revisar varias cosas que escribió las tiró a la basura. Aseguró que unas estaban mal redactadas y otras no tenían lógica interna. En eso estábamos cuando James escuchó las campanadas del viejo reloj Grand Father que heredó de su abuelo. Marcaba las ocho de la noche, escuchamos las campanadas y, justo en la octava, alguien llamó a la puerta. “Ojalá sea Sofía”, le dije.

James se levantó del sillón y fue presuroso a la puerta. Tomó aire, se acomodo el saco y abrió. Allí estaba Sofía, tan radiante como siempre. Ella caminó con la elegancia de su metro setenta para entrar y lo saludó sonriente.

–Ansiaba llegar.

Su imagen dejó a James sin habla. Ataviada con un vestido largo de color amarillo, de pronunciado escote que mostraba parte de sus admirables senos, sujetado con un lazó por la nuca dejando sus redondos hombros al descubierto.

–Ho, ho, hola, Sofía– musitó James.

Al caminar vi una generosa abertura del lado izquierdo del vestido que mostraba la pierna en su totalidad. James exclamo:

–¡Por Dios! ¡Qué bella estás!

Ella, sabiéndolo, disimuló el agrado que le causaba aquel cumplido y fingiendo modestia le agradeció el piropo

–Gracias,… perdón por llegar tarde, pasé a la peluquería. Ya sabes, una manita de gato a nadie perjudica.

Yo le murmuré a James: “¡Como si lo necesitara!”. Él se quedó parado en la puerta, mientras Sofía se encaminó hasta los sillones. La grata imagen lo dejó estático,. James, para disimular, le dijo:

–Necesito que me cuentes todo para redactar el informe.

Sofía se paseó escrutando el librero, lo hizo con su andar ligero y señorial. Se veía perfecta. Su delgada figura se delineaba precisa con el vestido. La abertura dejaba a la vista su larga pierna. Se detuvo junto a James y le envió un beso. Esto nos sorprendió a los dos, no entendimos por qué no se lo dio en la mejilla, sólo treinta centímetros los separaban. Mientras se sentaba en el sillón que ocupa cada vez que lo visita, aseveró:

–Misión cumplida. ¿Me regalas una copa?

James fue a la barra y sirvió dos coñacs sin dejar de alternar su vista entre ella y las copas. Yo aproveché para aconsejarle: “Pídele matrimonio, Recuerda cuánto te maldijiste ayer.” Tomó las dos copas, se acercó a ella y le entregó una y después se sentó frente a ella, no deseaba perderse el espectáculo. Sabíamos que cruzaría la pierna de un momento a otro. Lo hizo. La abertura dejó al descubierto sus dos muslos. Ella no intentó cubrirlos. Ante semejante visión James se acurrucó en sus pensamientos, ella llenaba, como mujer, todas sus expectativas. Lo amonesté por quedarse callado. Mi regaño logró que nos concentráramos en Sofía, en la abertura del vestido, el escote, sus brillantes ojos verde agua, los delineados labios carmín, los muslos, las piernas, la abertura, el escote…

–Creo que el vestido te ha gustado –Dijo ella en tono de burla.

Sin disimular, él respondió:

–Sabes que no es el vestido lo que más me gusta.

Ella sonrió y fijó su mirada en los ojos de él mientras se estiraba para tomar un cigarrillo de la mesa ratona. Sus pupilas estaban dilatadas y brillaban como nunca. Con rapidez James sacó el encendedor del bolsillo de su americana y le ofreció fuego. Aquella beldad encendió su cigarrillo con una larga bocanada y exhaló de forma lenta. Hizo una rosquilla de humo en el aire sin dejar de mirar a James, era consciente de que lo tenía en sus manos, sabía que ambos nos perdemos en el verde luzagua de sus ojos

–¿Qué quieres saber? – preguntó.

James regresó de golpe a la realidad. Sus palabras lo extrajeron del cálido, húmedo y suave lugar en el que se encontraba, él le respondió:


–Todo lo que hiciste para comprar ese vestido –e inmediatamente, añadió: - Salgamos a cenar y después me dictas todo con lujo de detalle.

–Sabes bien, James, que nunca mezclamos el trabajo con la diversión.

Tuché, pensé mientras James buscaba justificarse, pero antes de que él hablara, ella lo recriminó.

–Y no inventes una excusa, no hay pero que valga.

Contrariado James se dirigió al escritorio y puso a cargar el procesador de textos. La computadora tardó y tardó. Descubrí que la maldita máquina era su enemiga y trataba de evitar que él saliera a cenar con Sofía. Cuando me percaté de que ya estaba listo el procesador de textos se lo comuniqué a James. Él volvió su cara hacia Sofía y dijo:

–Díctame

Sofía hizo un nuevo movimiento de piernas y se reclinó hacia él. Su nueva postura nos permitía admirar sus senos firmes. Ella sonrió complacida y empezó a narrar.

–Al día siguiente de nuestra entrevista me dediqué a buscar el vestido. Recorrí tiendas y Boutíques. No fue fácil. más de diez vestidos me gustaron. El más costoso es este.

James volvió la cara hacia ella para hacerle una nueva pregunta, pero en realidad esa fue la excusa para observarle el escote y no pudo evitar extasiarse con su imagen. Después de unos segundos sus miradas se cruzaron, ella parpadeó de forma lenta y le sonrió. Para evitar que se notara su ansiedad, él dijo:

–Perfecto, eso es lo que quería, que compraras el más caro. ¿Cuánto te costó?

Ella hizo un ademán gracioso con su mano y exclamó:

–La cantidad no te importa, pero te aseguro que me vi obligada a levantarme temprano y caminar a todos lados. Pensé en ahorrarme lo que gasto diariamente en taxis, como tú sabes no es poco. Sabía que no sería suficiente y conseguí un trabajo de mecanógrafa. Además, vendí una de mis pinturas, la que pinté en Puerto Vallarta, ¿la recuerdas?

Su pregunta nos transportó diez años atrás, cuando viajamos a Puerto Vallarta. El se quedó pensando un poco en aquel viaje. Lo recordó todo, cual si no hubiesen pasado diez años. Satisfecho afirmó:

–Claro que la recuerdo. Es la de la lancha de pescadores y al fondo se ve el ocaso.

Saber que él recordaba la pintura agradó a Sofía. Ella le lanzó un beso y afirmó:

–Esa exactamente. Por fortuna tenía al comprador, aquel coleccionista que me presentaste en Paris. Varias veces llamó para que se la vendiera.

–Entonces no fue complicado comprar el vestido.

De inmediato nos percatamos del error. Sofía lo destrozó con la mirada. James presintió la debacle que se acercaba. Ella exclamó ceñuda:

–¡Los hombres no tienen idea de lo que cuesta un buen vestido!

Sorprendido por la respuesta aún se atrevió a preguntarle:

–¿Entonces no te alcanzó con el dinero que ahorraste, lo que te pagaron por la semana de mecanógrafa y lo que recibiste por la pintura?

Ella, sin apartar su mirada, dijo:

–Claro que no. Te confieso que sentí ganas de pagar el vestido con mi tarjeta de crédito pero, por lo que dijiste aquella noche, presupuse que debía pagarlo en efectivo.

James quedó confundido, no recordaba haberle dicho cómo pagarlo pero, sabiendo de lo que ella es capaz cuando se enoja, para no contradecirla fingió:

–Si, claro, en efectivo.

Sofía se llevó el cigarrillo a la boca y volvió a fumar.

–Bien. Entonces decidí vender mi lap-top. Como esa no estaba en el trato, pensé que después podría comprar una nueva con mi tarjeta. Bueno, se la vendí a Casandra, a ella siempre le gustó. Así completé el valor del vestido.

Dándose por satisfecho, James le dijo a Sofía que con eso quedaba terminado aquel asunto. Se levantó de la máquina contento, se desperezó y la invitó a cenar. Sofía le respondió con un movimiento negativo de la mano, tomó otro trago de coñac y, con tono frío, dijo:

–Ahora tú me responderás algunas preguntas. Siéntate aquí y dime la verdad.

James se sentó junto a ella. Aproveché para burlarme de él, le dije: “¡con tantos años de conocerla y todavía te pone nervioso!” Noté su estremecimiento, ella también, entonces comprendí, Sofía estaba consciente de tenernos atados a su falda desde que apareció en nuestra vida.

–Pregúntame lo que quieras– dijo él.

–¿Por qué el vestido más caro?

–Necesitaba saber qué harías para conseguir lo que tú quieres.

Sofía se giró en el sofá para quedar frente a él, flexionó un poco la cintura para que su escote mostrara más de sus senos y, dando a su voz un tono sensual, preguntó:

–¿No lo sabes aún?

James se puso nervioso. La pregunta siguió resonándole en los oídos. Yo le dije: “Ahora es el momento, pídele matrimonio o bésala y hazle el amor”, pero a él le faltó valor. Empezó a sudar, tragó saliva y con esfuerzo respondió:

–Sí, pero era un trabajo especial.

Sofía pareció satisfecha con la respuesta y atacó otra vez.

–¿Por qué un vestido amarillo? Sabes que prefiero los negros y los blancos, además, son los colores con que a ti te gusta verme vestida.

–El color lo determinó Beatriz –respondió James sin pensar.

Sofía lo observó con ojos desorbitados y preguntó levantando la voz:

–¿Quién es Beatriz?

Hasta ese día jamás notamos celos en Sofía. A mí me preocupó su reacción, pero James, para quien resulta muy difícil percibir esos ligeros cambios de tono que Sofía usa, sin pensar ni percatarse de lo sucedido, respondió.

–Es mi maestra de géneros literarios, ella me dejó hacer este ejercicio. –Observó los llameantes ojos de ella y sintió la necesidad de justificarse, por lo que añadió –Ya te había contado, estoy en un taller de redacción literaria.

Sofía estaba molesta y, casi gritando, le reclamó.

–¿Y por eso me tengo que vestir del color que ella quiera?

Él no sabía qué hacer, ni qué decir, por eso le aseguró:

–S… se… tra… trata de un simple ejercicio literario. Jamás volverá a suceder.

Yo, por mi seguridad, me refugié en el lugar más recóndito que encontré, no sin antes aconsejarle otra vez: “Pídele matrimonio.”

Sofía, más molesta de lo que la había visto nunca, dijo:

–Eso espero. Nunca he puesto objeción a lo que me solicitas. En las historias que escribes, sea protagonista o no, siempre hago lo que quieres. Hasta he permitido que des el crédito de mis hazañas a otros personajes. Pero no quiero hacer lo que otra mujer te pida –y alzando más la voz, añadió: –¿Entiendes?

James en realidad no entendía, su capacidad no le permitía deducir la razón de que ella actuara de esa manera, sin embargo, trató de expresar su arrepentimiento, pero lo hizo de la forma más absurda en que puede hablarse a una mujer celosa.

–Te prometo que recibirás una compensación. En mi siguiente historia serás protagonista; te compraré una nueva computadora y un exclusivo guardarropa. Es más, mañana mismo, a primera hora, redactaré que compras un auto deportivo… y en mi próxima novela viajarás sí, eso es, viajarás a donde tú quieras.

Sofía clavó sus ojos en los de él. Sus celos y su rencor llegaron hasta donde yo me había refugiado. Enojada y con voz despectiva, dijo:

–El que tú seas el escritor no te da derecho a todo.

Sus palabras nos hicieron sentir culpables. James no pudo hablar. Se aclaró la garganta varias veces sin éxito.

Sofía tenía en el rostro una sonrisa fingida y en sus ojos se reflejaban las llamas de los celos.

–¡Lo determinó Beatriz! –exclamó sarcástica.

Y salió azotando la puerta.

No sé cuánto tiempo nos quedamos parados en la puerta observando el pasillo por donde Sofía se alejó. Recuerdo que James pensaba en ella cuando se escucharon las campanadas del viejo reloj. Las contamos, fueron doce. “Son las doce de la noche” le dije a James. Él, sin hacerme caso, dijo, más para sí mismo que conversando conmigo.

–Quién sabe de dónde sacó esa costumbre tan europea, pero esta vez no me los dio. Hoy, dos besos,… me hubiesen parecido pocos.

James entró nuevamente en su despacho, se sirvió otra copa de coñac, encendió su pipa favorita y nos quedamos masticando nuestra soledad hasta el amanecer.

Dib Gali
 
Me gusta tu historia. Bien escrita y narrada. La vida de un escritor un tanto loco que reaviva las letras a través de su musa, aunque... creo que todos tenemos un punto de locura. Un placer leerte, Dib. Saludos cordiales.
 
Pues a mi me encanto tu relato, lo encuentro muy original, y terminó justo cuando mas interesada estaba yo en la historia, así que conseguiste que me quedara enganchada, pienso que vas bien, esa profesora Beatriz sabe motivar a los estudiantes, un saludo
 

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