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Un amor imposible

UN AMOR IMPOSIBLE.

© Derechos reservados del texto
Autor: Miguel F. Romero 15/05/2013 Argentina


Llovía. Mansamente, en la tarde gris, mientras las penumbras del atardecer transfundían la luz y todo mi cuerpo.
Caminaba pegado a la pared evitando la lluvia y pretendiéndome esconder del mundo y de mí mismo.
Mi cabeza, estremecida por los recuerdos, ardía, cuanto más te recordaba.
Nos gustaba caminar juntos abrazados, con nuestros cuerpos juntos y afiebrados, en las madrugadas lluviosas, evitando las miradas y los comentarios lujuriosos de tus dieciocho años, que parecían menos, y los míos, que los doblaban.
No quería recordar.
Llegué al café de la esquina, y te vi. A través del cristal del ventanal.
Estabas sentada en el reservado de siempre, muy puntual, costumbre que te enseñé y luego te exigí.
Me quedé parado, debajo del toldo que me protegía de la lluvia y te observé, conteniendo mis ganas de correr a abrazarte y besarte.
Por tus gestos, estabas nerviosa, y yo lo sabía. Conocía como la palma de mi mano cada poro de tu cuerpo, y cada sentir de tu alma.
Vestida con delicadeza y buen gusto, atesoraba tu carita adolescente, de cuando te conocí. Algunas pequeñas gotas de agua, como diamantes engarzados, estaban detenidas en el trigo de tu cabello.
Y recordé. Con tus recién cumplidos dieciocho años, abriste la puerta de la oficina de tu padre.
Y me dijiste cuando te pregunté por él;” no, no está, pero estoy yo”.
Ésa simple respuesta muy tuya y tu actitud cuando estuvimos solos en la oficina, fue el desencadenante de años de amor y pasión. Pero, mansamente, complaciendo y aprendiendo juntos, este primoroso y extraño sortilegio de lo prohibido y de guardarnos sólo para nosotros el secreto mejor guardado de los celestiales momentos compartidos.
Y recordé nuestra conversación, hace un tiempo, después de una noche de exaltación desenfrenada. “Escucha amor, tuve el privilegio y el lujo de poseerte sólo para mí, todo este tiempo, pero te conozco tanto que presiento que hay algo que nos está separando. Te repito nuevamente, tú eres libre, que no te ate ni tu amor ni compromiso alguno conmigo, pronto seré una carga para ti, y eso, no quiero serlo. Si tienes que irte y dejarme, me dolerá, lo sentiré pero voy a entender, tendrás la libertad que nunca perdiste, y siempre te agradeceré todo lo que me has dado. Pero no me pidas que te olvide, eso no ocurrirá jamás”.
Su espalda, recostada en el asiento y sus piernas cruzadas, mostraban buena parte más arriba de sus rodillas, sus torneadas extremidades, que parecían una escultura de Da Vinci.
Presintiendo algo, miraste a través del cristal empañado. Me viste, apuré el paso y entré.
Me senté a tu lado como lo hice siempre. Me gustaba sentir el calor de tus caderas en mi cuerpo y oler en tu cuello, mi perfume preferido.
Con suavidad te tomé la barbilla y giré con delicadeza tu cara hacia mí. Me sumergí en la miel de tus ojos y te miré el alma. Dulcemente, saboreando tus labios, te besé.
Tus lágrimas comenzaron a fluir en pequeñas gotas calientes que se deslizaban por la piel de durazno de tus mejillas.
Me conmovió. Te dije,” no llores por favor”. Recordé las palabras de Gabito,” no llores porque ya se terminó, sonríe, porque sucedió”, pero no tuve el valor de repetírtelas.
“Tú y yo sabemos por qué estamos aquí. Tienes el anillo que te regalé con la fecha de tu flamante título, y tu padre me contó que te vas al puerto a atender sus negocios, eso está muy bien”, le decía, mientras sentía los jirones de dolor que me atravesaban el alma.
“Y te vas con alguien de tu edad, un flamante profesional que estoy seguro que te quiere bien”.
Secabas tus lágrimas, mientras tu silencio era más duro que las palabras. Tu nariz perfecta de niña mimada, resaltaba su perfil con la luz de la coqueta lámpara de la mesa. Tuve que morderme para no abrazarte y besarte apasionadamente.
Y recordé. Conocí por casualidad al que tu padre te sugería como esposo. Buena persona inteligente y formal, me recordaba a mí mismo a su edad.
Cuando viajábamos por negocios al puerto, siempre cambiábamos de hotel y viajábamos en aviones diferentes, pero allí, en nuestros momentos, nos derretíamos en un solo ser.
Recuerdo cuando en los atardeceres nos sentábamos desnudos y abrazados en las ventanas del piso 12 del hotel de Callao y Corrientes con los vidrios polarizados, y me contabas ilusionada de tu carrera que terminaba, y tus enormes posibilidades de viajar por el trabajo de tu padre, entusiasmada.
Desde esos momentos, yo intuía que de a poquito, salías de mi vida. Y sonreía y te animaba, con el corazón destrozado.
Era consciente que había llegado tarde a tu vida, lo supe desde siempre. A veces sentía que tenía tu calor, pero no tu fuego.
“Tengo que dejarte, amor mío, y muy pronto. Se cumple lo que me dijiste hace tiempo, siempre pensé que el momento llegaría, pero me destroza y tengo miedo”, me dijo, mientras acariciaba mis sienes como lo hacía siempre, para calmar mis ansiedades. “Pero no quiero hacerlo, no tengo las fuerzas suficientes”. Se quedó quieta y callada, recostada bajo mi brazo que la cubría, con la mirada perdida en ninguna parte.
Los recuerdos eran fuertes, me jugaban una partida que sabían que ganarían.
En las noches de nuestros momentos, tan deseados por los dos, después de pegar nuestros cuerpos, dónde perdíamos la cordura y la noción del tiempo, perdurábamos, abrazados muy juntos, con tu aliento en mi boca, hasta que me dormía, mientras vigilabas mi sueño y me despertabas cuando era necesario.

Me hechizaba mirar tu cuerpo pequeño y sinuoso caminar desnuda con desparpajo por la habitación y cuando descubrías que te miraba, te vestías con mi camisa.¡ Ay amor!, sabias cómo excitarme aún más.
Hablábamos poco, entre largos silencios. Ya todo estaba dicho. Pero era nuestra última cita y nos hubiera gustado detener el tiempo, ahí en ese momento, y acompañados de la lluvia.
Finalmente dije,” No te veré más, no quiero comprometer ni tu vida ni tu futuro, te amo demasiado, y siempre te amaré. Recuerda esto, el día que me llames y me necesites, allí estaré.”
La abracé y la besé, queriéndole robar el aliento de toda la vida, mientras sentía sus lágrimas sobre mi boca.
La levanté con suavidad y caminamos juntos a la salida, como siempre.
La lluvia arreciaba. La noche cubría con su manto las farolas del portal, tal vez llorando de tristeza por nosotros. Corría mucha agua en la calle, te tomé en mis brazos y te alcé para que no te mojaras, y confundimos nuestras bocas intentado calmar la sed de la despedida.

Llegamos a tu coche y sin mirar hacia atrás te fuiste, con los ojos obnubilados por tus lágrimas.
Estaba destrozado.

Lo poco que quedaba de mí, en ese momento final del gran amor de mi vida, se quedó como petrificado ahí, bajo la lluvia persistente, intentando calmar, con ella, la fiebre que me inflamaba el alma. Sentí un pequeño dolor en el pecho, que me trajo a la realidad y subí al auto.
Allí me quedé sentado un buen rato, calculando si habías llegado a tu casa.
Prendí el celular y te llamé, para asegurarme. Sólo escuché la voz metálica del contestador. Arranqué despacio y me fui.
Nunca más te molesté ni intenté volver a verte.
Hasta ayer.
Mientras paseaba con mis nietos te vi, en el parque de nuestras citas más bonitas, frente al banco que guarda la reminiscencia de nuestros encuentros, correteando detrás de dos niños y una niña, con tu mismo pelo y tus mismos ojos, sonriéndole a la vida y al mundo.
Hoy es un día lluvioso y decidí escribir esto, como un modesto tributo a un amor imposible.
 

DANIELA

Moderadora del Foro Compartiendo Letras
UN AMOR IMPOSIBLE.

© Derechos reservados del texto
Autor: Miguel F. Romero 15/05/2013 Argentina


Llovía. Mansamente, en la tarde gris, mientras las penumbras del atardecer transfundían la luz y todo mi cuerpo.
Caminaba pegado a la pared evitando la lluvia y pretendiéndome esconder del mundo y de mí mismo.
Mi cabeza, estremecida por los recuerdos, ardía, cuanto más te recordaba.
Nos gustaba caminar juntos abrazados, con nuestros cuerpos juntos y afiebrados, en las madrugadas lluviosas, evitando las miradas y los comentarios lujuriosos de tus dieciocho años, que parecían menos, y los míos, que los doblaban.
No quería recordar.
Llegué al café de la esquina, y te vi. A través del cristal del ventanal.
Estabas sentada en el reservado de siempre, muy puntual, costumbre que te enseñé y luego te exigí.
Me quedé parado, debajo del toldo que me protegía de la lluvia y te observé, conteniendo mis ganas de correr a abrazarte y besarte.
Por tus gestos, estabas nerviosa, y yo lo sabía. Conocía como la palma de mi mano cada poro de tu cuerpo, y cada sentir de tu alma.
Vestida con delicadeza y buen gusto, atesoraba tu carita adolescente, de cuando te conocí. Algunas pequeñas gotas de agua, como diamantes engarzados, estaban detenidas en el trigo de tu cabello.
Y recordé. Con tus recién cumplidos dieciocho años, abriste la puerta de la oficina de tu padre.
Y me dijiste cuando te pregunté por él;” no, no está, pero estoy yo”.
Ésa simple respuesta muy tuya y tu actitud cuando estuvimos solos en la oficina, fue el desencadenante de años de amor y pasión. Pero, mansamente, complaciendo y aprendiendo juntos, este primoroso y extraño sortilegio de lo prohibido y de guardarnos sólo para nosotros el secreto mejor guardado de los celestiales momentos compartidos.
Y recordé nuestra conversación, hace un tiempo, después de una noche de exaltación desenfrenada. “Escucha amor, tuve el privilegio y el lujo de poseerte sólo para mí, todo este tiempo, pero te conozco tanto que presiento que hay algo que nos está separando. Te repito nuevamente, tú eres libre, que no te ate ni tu amor ni compromiso alguno conmigo, pronto seré una carga para ti, y eso, no quiero serlo. Si tienes que irte y dejarme, me dolerá, lo sentiré pero voy a entender, tendrás la libertad que nunca perdiste, y siempre te agradeceré todo lo que me has dado. Pero no me pidas que te olvide, eso no ocurrirá jamás”.
Su espalda, recostada en el asiento y sus piernas cruzadas, mostraban buena parte más arriba de sus rodillas, sus torneadas extremidades, que parecían una escultura de Da Vinci.
Presintiendo algo, miraste a través del cristal empañado. Me viste, apuré el paso y entré.
Me senté a tu lado como lo hice siempre. Me gustaba sentir el calor de tus caderas en mi cuerpo y oler en tu cuello, mi perfume preferido.
Con suavidad te tomé la barbilla y giré con delicadeza tu cara hacia mí. Me sumergí en la miel de tus ojos y te miré el alma. Dulcemente, saboreando tus labios, te besé.
Tus lágrimas comenzaron a fluir en pequeñas gotas calientes que se deslizaban por la piel de durazno de tus mejillas.
Me conmovió. Te dije,” no llores por favor”. Recordé las palabras de Gabito,” no llores porque ya se terminó, sonríe, porque sucedió”, pero no tuve el valor de repetírtelas.
“Tú y yo sabemos por qué estamos aquí. Tienes el anillo que te regalé con la fecha de tu flamante título, y tu padre me contó que te vas al puerto a atender sus negocios, eso está muy bien”, le decía, mientras sentía los jirones de dolor que me atravesaban el alma.
“Y te vas con alguien de tu edad, un flamante profesional que estoy seguro que te quiere bien”.
Secabas tus lágrimas, mientras tu silencio era más duro que las palabras. Tu nariz perfecta de niña mimada, resaltaba su perfil con la luz de la coqueta lámpara de la mesa. Tuve que morderme para no abrazarte y besarte apasionadamente.
Y recordé. Conocí por casualidad al que tu padre te sugería como esposo. Buena persona inteligente y formal, me recordaba a mí mismo a su edad.
Cuando viajábamos por negocios al puerto, siempre cambiábamos de hotel y viajábamos en aviones diferentes, pero allí, en nuestros momentos, nos derretíamos en un solo ser.
Recuerdo cuando en los atardeceres nos sentábamos desnudos y abrazados en las ventanas del piso 12 del hotel de Callao y Corrientes con los vidrios polarizados, y me contabas ilusionada de tu carrera que terminaba, y tus enormes posibilidades de viajar por el trabajo de tu padre, entusiasmada.
Desde esos momentos, yo intuía que de a poquito, salías de mi vida. Y sonreía y te animaba, con el corazón destrozado.
Era consciente que había llegado tarde a tu vida, lo supe desde siempre. A veces sentía que tenía tu calor, pero no tu fuego.
“Tengo que dejarte, amor mío, y muy pronto. Se cumple lo que me dijiste hace tiempo, siempre pensé que el momento llegaría, pero me destroza y tengo miedo”, me dijo, mientras acariciaba mis sienes como lo hacía siempre, para calmar mis ansiedades. “Pero no quiero hacerlo, no tengo las fuerzas suficientes”. Se quedó quieta y callada, recostada bajo mi brazo que la cubría, con la mirada perdida en ninguna parte.
Los recuerdos eran fuertes, me jugaban una partida que sabían que ganarían.
En las noches de nuestros momentos, tan deseados por los dos, después de pegar nuestros cuerpos, dónde perdíamos la cordura y la noción del tiempo, perdurábamos, abrazados muy juntos, con tu aliento en mi boca, hasta que me dormía, mientras vigilabas mi sueño y me despertabas cuando era necesario.

Me hechizaba mirar tu cuerpo pequeño y sinuoso caminar desnuda con desparpajo por la habitación y cuando descubrías que te miraba, te vestías con mi camisa.¡ Ay amor!, sabias cómo excitarme aún más.
Hablábamos poco, entre largos silencios. Ya todo estaba dicho. Pero era nuestra última cita y nos hubiera gustado detener el tiempo, ahí en ese momento, y acompañados de la lluvia.
Finalmente dije,” No te veré más, no quiero comprometer ni tu vida ni tu futuro, te amo demasiado, y siempre te amaré. Recuerda esto, el día que me llames y me necesites, allí estaré.”
La abracé y la besé, queriéndole robar el aliento de toda la vida, mientras sentía sus lágrimas sobre mi boca.
La levanté con suavidad y caminamos juntos a la salida, como siempre.
La lluvia arreciaba. La noche cubría con su manto las farolas del portal, tal vez llorando de tristeza por nosotros. Corría mucha agua en la calle, te tomé en mis brazos y te alcé para que no te mojaras, y confundimos nuestras bocas intentado calmar la sed de la despedida.

Llegamos a tu coche y sin mirar hacia atrás te fuiste, con los ojos obnubilados por tus lágrimas.
Estaba destrozado.

Lo poco que quedaba de mí, en ese momento final del gran amor de mi vida, se quedó como petrificado ahí, bajo la lluvia persistente, intentando calmar, con ella, la fiebre que me inflamaba el alma. Sentí un pequeño dolor en el pecho, que me trajo a la realidad y subí al auto.
Allí me quedé sentado un buen rato, calculando si habías llegado a tu casa.
Prendí el celular y te llamé, para asegurarme. Sólo escuché la voz metálica del contestador. Arranqué despacio y me fui.
Nunca más te molesté ni intenté volver a verte.
Hasta ayer.
Mientras paseaba con mis nietos te vi, en el parque de nuestras citas más bonitas, frente al banco que guarda la reminiscencia de nuestros encuentros, correteando detrás de dos niños y una niña, con tu mismo pelo y tus mismos ojos, sonriéndole a la vida y al mundo.
Hoy es un día lluvioso y decidí escribir esto, como un modesto tributo a un amor imposible.


Que bonita y triste historia es bonita porque me encanto como la escribiste y es triste porque ese amor se tuvo que terminar,los amores imposibles son tristes,es un bonito y dolido recuerdo el que escribiste,fue un gusto leerte.
Saludos
 

Don

******
Vaya historia, y romance la que viviste, pero que pena que no haya durado para siempre... un fuerte abrazo
 

Azul

Miembro Conocido
Aunque Lo imposible nunca me ha gustado,invede el ambiente de nostalgia pero queda la fuerza de un amor precioso. Encantada de leerte, una prosa que transmite el sentir, un abrazo
 

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