Jorge Luis Alava
Miembro Conocido
Claro está que era ella y no otra
en la que había que creer antes de empezar a caminar,
antes de empezar a crecer en caminos
y antes de tragar tropiezos y escalones
que me llevaron siempre por andamios de edades,
por los rincones hechos entre el balcón
y los avioncitos de papel que conocieron siempre
los techos de las casas de enfrente, despegando a veces
con una hablada de aquella mujer
que abrazó el amor junto al hombre de los tres nombres
y que supo de mí antecito de que diga “el último”.
Hay que creer su historia y su abrazo de dos significados:
siempre que quiere, o que su nostalgia lo quiere
me puede envolver como en brazos de niña
con la promesa en las lágrimas de una vega,
o si se le antoja a su pecho puede abarcarme
con toda la ciudad despierta entre sus dos manos
porque su costumbre ha sido acostumbrarse
al golpe del viento, al torrente de abril
o de vez en cuando al trecho de la fortuna.
Cuando el callejón ya dejó de ser una cancha
donde me veía jugar y sangrarme las rodillas
se le convirtió en un pasillo delgado como un hilo;
era ya un trecho compuesto de retazos de pasado;
una mala manera de recordar todos los días.
En mis ojos no ha cabido otra Aurora
que lleven en su piel su nombre
y el barro claro que es y que alumbra
como un faro despierto en media noche
o en todos esos rincones donde descansando el aire
sus dos manos lo agitan con los oficios repetidos por décadas
y sin cansancio, hasta hacerse un poco de todo
o un todo de todo.
Aquella señora de edad indescifrable
ha venido siendo mi madre desde antes que yo naciera
y de que pudiera enamorarme de esos ojos de alquitrán
por los cuales le crecen mares, pasan las estaciones
y los pájaros, los largos puentes y todas las hojas
que nacen y caen desde enero hasta enero,
y sin que cambie una pena o una sonrisa
ellos siempre son fijos, ellos siempre me hablan
cuando llego, cuando voy, cuando callo
y los miro para mirarme.