JAVIER TOMAS
Sub Administrador
Amanecía en el castañar. El manto de hojas se arremolinaba por el húmedo viento otoñal que barría la ladera dejando la mañana fría. El cielo gris, cargado de nubes plomizas, amenazaba con descargar una tromba de agua. Los dos hombres se miraban. Los únicos ruidos era el crujir de las hojas bajo sus pies y el de algún pájaro perdido. Sus miradas eran duras, amenazantes, pero ninguno de los dos crispó su expresión. El más alto, sacó del bolsillo de su chaqueta, una falca de cuarta y media. Al tirar de la hoja el ruido de los muelles llenaron el bosque de un sonido metálico. La ancha hoja quedó esperando hacia el suelo. El otro metió su mano atrás de su abrigo y sacó un puñal, más corto y estrecho que la falca, pero de doble filo y con la punta en estilete. Ni un solo momento dejaron de mirarse, ni un solo momento el odio abandono a los dos hombres. Avanzaron unos pasos y sujetaron sus armas como solo lo hacen los que están acostumbrados. Empezaron a girar lentamente en círculo sin dejar de enfrentarse, estaban midiéndose. El aire movía sus cabellos y tapaba sus agitadas respiraciones. Uno de ellos tiró una estocada a la cara del contrario, y este devolvió el movimiento con una lanzada lateral que solo cortó el aire. Una y otra vez entraban y salían intentando herir y no ser herido. La falca consiguió mancharse de sangre de un brazo, pero no se oyó ni un solo lamento.Los corazones de ambos latían con fuerza, les ardían en el pecho. A pesar de la temperatura corrían por sus frentes gotas de sudor. Jadeaban mientras sus pies bailaban por el suelo con maestría. El del estilete se lanzó en una estocada baja mientras que su contrincante, girando hacia atrás, lanzó una puñalada rápida a su espalda que entró dos dedos. El herido, por zafarse, se estiró lanzando su arma hacia arriba. El atacado echó la cara hacia atrás mientra el puñal le abría levemente la barbilla y con un reflejo felino arremetió calvando su falca en el hígado del contrario hasta el mango. Las caras habían quedado a un palmo. El matarife sostenía al otro del brazo para que no cayese al suelo, quería ver como la vida le abandonaba y sus ojos se inundaban de miedo, pero no era así, los ojos desprendían satisfacción, quizás sátira. La sangre calentaba la mano que sujetaba la puñalada, produciéndole satisfacción, pero seguía sin comprender esa mirada. La vida abandonó el herido cuerpo y se escurrió como un guiñapo sobre su propio charco de sangre. El vencedor sostenía la falca manchada mientras miraba a su enemigo desplomado en el suelo, cuanto tiempo había esperado esto, cuantas noches lo había soñado. Ya no le volvería a ver con su sonrisa fanfarrona ni su molesta presencia. Notó un líquido caliente en su pierna y miró, tenía toda la pernera del pantalón manchada de sangre. Ya comprendió la sonrisa, su estocada baja le entró en la ingle, pero era tan fina Y afilada la hoja que él no se dio cuenta. No tardó mucho en caer, la arteria le dejó seco en un momento. El viento seguía soplando y unos cuantos grajos graznaron curiosos ante los muertos. El cielo se abrió y una densa lluvia limpió las manchas de sangre que cubrían la tumba de odio en una mañana de otoño allí en el castañar.