JAVIER TOMAS
Sub Administrador
En esa noche de otoño el viento soplaba con rabia. La pequeña llovizna me golpeaba en la cara como si fueran alfileres. Era una de esas noches en las que todo el mundo va embozado en su gabán mirando el suelo, y sus zapatos pisan rápido en un rítmico repicar, buscando recorrer con desesperación la distancia que los separa de la comodidad del hogar. Llevaba más de dos horas apoyado en esa esquina, para mi ni el clima ni el tiempo contaban. El odio que ardía en mi corazón me hacía sudar a pesar de la inclemencia, ese maldito bastardo saldrá tarde o temprano y entonces...entonces conseguiré apagarlo. Me destrozó la vida, me arrebató lo único que tenía, lo único que amaba, haciendo jirones mi felicidad. Nunca había sido un hombre violento, todo lo contrario, pero en esas noches en vela todo cambió. Ya no me importaba lo perdido, solo ansiaba la venganza. Ella se fue diluyendo de mi imaginación como si hubiera sido una ensoñación mientras que la cara de él se aparecía clara y lúcida como la aparición de un demonio buscando mi alma. Se abrió la puerta del bar y distinguí sus rasgos, los hubiera reconocido en la más oscura de las noches. Con paso resuelto me dirigí hacia él, mientras mi mano se aferraba con fuerza al mango del machete que llevaba en el bolsillo del abrigo. Mi aliento despedía brasas, mis latidos resonaban en mis sienes como un caballo desbocado, mis venas se transformaron en hielo. Cuando a penas nos separaban veinte metros le oí reír, ni tan siquiera le entendía, pero noté una punzada en el corazón que dolía tanto como si me estuvieran destrozando una rodilla a martillazos. Saqué el vil metal de mi bolsillo, su frío me reconfortaba. Salía más gente del local, pero mi mirada estaba fija en él. No me vio hasta que casi estaba encima suya. Pude olerla pestilencia a miedo que le invadió en apenas un segundo. Sus pupilas se dilataron hasta el mismo tamaño del iris. Un temblor le recorrió todo el cuerpo sacudiéndolo como si sufriera un ataque de epilepsia. ¡Ahora!. Haber temblado cuando me quitaste a mi mujer, cuando lloraba y suplicaba de rodillas, cuando pataleaba el suelo desesperado cuando ella se alejaba. Cargué todo mi cuerpo sobre el golpe y hundí toda la hoja sobre su vientre, luego tiré hacia arriba alargando la incisión hasta el ombligo. Se le salían las tripas, al igual que la vida. Se agarró a mi solapa con las últimas fuerzas que le quedaban; pero duró poco, sus dedos se aflojaron y su cuerpo cayó como si fuera de gelatina sobre el asfalto. Fue uninstante que duró una eternidad. Recordé una a una las noches de insomnio, la hiel derramada sobre todo lo humano y divino, la garra invisible que apretaba mi garganta y me asfixiaba día tras día. Un grito me sacó de mi locura. Levanté la mirada y la vi a ella, en sus ojos se veía claramente el horror, pero un pequeño resplandor se situaba detrás de él, un resplandor que solo conocemos los que lo hemos sentido, el resplandor del odio. En mi cabeza saltó un flash, una clarividencia que no tenía desde el fatídico día de su anuncio. Miré al suelo y vi a mi víctima revuelta con su sangre y vísceras. Mi mano se aflojó y el ruido del machete al golpear me lanzó de nuevo a mi pensamiento, la había perdido definitivamente. En su mirada no quedaba duda alguna, nunca más sentiría nada por mí salvo odio. Fue justo en ese momento cuando comprendí que mi vida se había acabado, pagaría mi crimen con la cárcel y mi despecho con más odio. En esa aciaga noche de fría lluvia y viento insaciable, solo un hombre se derrumbó sobre el asfalto, pero fueron dos muertos lo que encontró la policía.
Javier Tomas Tornero.
Todos los derechos registrados.
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