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El niño triste (1ª parte)


La muerte se lo llevó una tarde. Murió como lo hacen todos los niños tristes: sin preguntar por qué, sin sábanas blancas, sin juguetes, sin canciones. Ahora duerme bajo el cielo, tan presente en la tierra donde una vaga sombra trae el recuerdo sobre el que discurren viejas voces y andan viejos pasos.
Ya no existe la casa en la que vivió, distante de todos, de la iglesia, de la escuela, de la gente. Las siluetas de la vida traspasan el tiempo, y las imágenes se desvelan.

El niño triste era la pálida luz de un niño, flaco y de piernas largas que terminaban en unos pies anchos. Su rostro era grotesco, falto de expresión, y sus ojos desmesuradamente abiertos. Nadie se extrañaba al contemplarlo así, consumido, repulsivo. Todos se habían acostumbrado a su presencia. Le vieron nacer y crecer como una flor más, como un árbol más. Los perros no le ladraban, los viejos le
miraban en silencio y le veían como una equivocación de la vida; los niños, los otros niños, se reían de él.
El niño triste se acercaba todas las tardes al pequeño arroyo. Algunas veces, sus ojos se posaban en la parte próxima de la corriente y luego iban alejándose poco a poco, buscando un punto lejano del horizonte. En otras ocasiones, recogía piedrecillas del suelo que después arrojaba al agua entre salpicaduras de espuma blanca. Era su mejor juego, ver como se hundían y como montones de burbujas se desprendían de la profundidad, cobrando impulso, unas tras otras, para llegar a la superficie. Allí se arrumbaba casi feliz, derritiendo su corazón sobre el agua, día tras día.



Pero uno de ellos fue diferente. Un día, a la hora en que a la tarde le surgen alas, cuando el sol moribundo sangra en el cielo y en todas
partes flota lo misterioso, en ese instante donde todo es sueño y rumor de cuento, de la remota lejanía brotó una figura que avanzaba
hacia él.
El niño triste no sabía cuánto tiempo llevaba observando aquella presencia distante, aunque sí tenía conciencia de que no era nadie conocido.

Cuando llegó a su altura, el niño triste miró el tono claro y alegre de las pupilas del Caminante y musitó interrogando:
- ¿Quién eres tú?
- Un amigo.
Aquellas palabras tuvieron la virtud de avivar una luz que se oscurecía en el interior del niño triste.
- ¿Es cierto? -preguntó, mientras se esforzaba por comprender el auténtico significado de aquellas palabras.
- Sí, soy aquello que tú quieras ver en mí, aquél que ríe mil veces todas tus risas, esconde tus secretos y luego te los cuenta y descubre, aquél que llena tus estaciones abandonadas, que te hace gritar y andar a través de los ruidos, aquél que llora cuando tú lloras, te da calor sin quemaduras y te abre el corazón con su varita mágica.
- ¿Eres un mago?
- Algo así, algo así.
- Entonces, ¿puedes hacer que deje de ser un niño triste?
- Sí, si ese es tu deseo, tu esperanza. Fuera está el mundo esperando que salgas de tu propia cárcel, ve a él y serás como los demás.
En esa hora en que a la tarde le surgen alas, cuando el sol moribundo sangra en el cielo y en todas partes flota lo misterioso, en ese
instante donde todo es sueño y rumor de cuento, el niño triste salió de su cuarto oscuro. Tenía prisa, prisa por vivir.
En sus primeros pasos captó la brillantez del cielo, su inmarcesible altura, y experimentó un repentino alivio.
El niño triste miró con asombro el patio donde jugaban otros niños. Por su mente infantil se acomodaron ideas de juegos. Se acercó a ellos.

Alzaron la vista y comenzaron a reírse. Las burlas le llenaron por completo. Subrayó sus carcajadas tocándose el rostro. Se alejó unos
pasos y bruscamente dio media vuelta. Sintió un vacío enorme. ¿No había dejado de ser un niño triste?
El niño triste ya no lo era en su apariencia interior. Sin embargo, su exterior seguía mostrando al niño flaco y de piernas alargadas,
grotesco, falto de expresión y de ojos desmesuradamente abiertos. Las lágrimas brotaron de aquellos ojos. Rutilaban al descender por las
mejillas, igual que las burbujas que nacían de la profundidad de su arroyo.
Como un hilo de nube roto por dentro, el niño triste se alejó de los niños. Los juegos soñados fueron, poco a poco, voces perdidas de patio.
Sobre la calle, la sombra de la noche se perfilaba desmedida. La luna paseaba cautiva dentro de su globo blanco. El niño triste miraba el
cielo pensativo, sorprendido por el hecho de que todo le pareciese extraño, como si se hubiera equivocado...

(continuará)


© Rasguños en el sueño: Mis cuentos y relatos
francisco javier silva
 

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