ruben el loco
Miembro Conocido
Una obscura choza, fría y triste. Una hermosa mujer, algunos enseres. Un lecho de sufrientes desilusiones donde descansa su dolor. Un cobertor de frustrantes sueños rotos con que arropa su tristeza, un gran pañuelo de desgarrada desesperanza con que enjuga su llanto. Por allá, una silla de resistente y dolorosa autosuficiencia donde reposa su soledad. Más allá, una mesa construida con fuerte y frío egoísmo luce algunos herrajes herrumbrosos de brillante deseo.
Por acá, un montón de basura, algunos deshechos; una vida desperdiciada en aras de la servidumbre, un orgullo destrozado, desangrado y marchito. Una dignidad echa pedazos y algo más.
En una de las frías paredes, sobre una repisa, descansa una cera encendida. Alumbrando con escasa y temblorosa luz, como buscando algo de valor, solicita la protección de un santo enmarcado en un cuadro de lúcida avaricia.
Lanzado en cualquier lugar, un feo muñeco. Un vil y repugnante monigote de indigno trapo humano. Desgarrado, maltrecho. Honor echo añicos. Roto como cualquier esperanza, desgarrado como cualquier dignidad. Orgullo desquebrajado por el maltrato que prodígale la hermosa. Es el objeto que recibe las frustraciones, el desencanto, la ira de la bella.
La hermosa mujer, postrada de hinojos, su rostro vuelto hacia la salida de la obscura cueva. Mirando hacia la lejana ilusión la brillante y cálida luz, y como adivinando y deseando el agradable calor del amoroso sol, como añorando el horizonte. Porta un sobretodo de brillante soberbia, con vivos colores de egolatría. Con este cubre su miserable desnudez espiritual.
En una mano sostiene un largo y negro làtigo, forjado de fuerte autoconmiseraciòn, resistente como su egoìsmo, con el cual fustiga su sufrimiento y desgarra sus ilusiones. Con la otra mano lanza lejos de sì un objeto limpido y brillante, que al ser lanzado emite algunos reflejos de escasa luz de esperanza. Una llave de veinticuatro kilates de amor puro, al cual le servirìa para abrir el gran candado hecho de fuerte cbardìa que la mantiene sujeta a una resistente y gran barra de soberbia, por medio de una cadena de egòlatras y brillantes eslabones de temor.
A la salida de la cueva se ve un trecho de obscuro, frío y sufriente camino lleno de dolorosos abrojos de desesperanza, punzantes espinas de soledad, arbustos de tupido llanto que dificultarían el sufriente paso a cualquiera. Grandes piedras de prieto miedo que harían tropezar y hasta caer a quién se atreviera a pasar con vacilante paso. Agujeros profundos de sufrimiento que semejan terribles y atemorizantes sismos.
Pero algo más allá se encuentra un camino tranquilo y alumbrado de felicidad. Una vereda luce a sus lados bellas y tranquilizadoras flores de esperanza. Hermosos y altos árboles de logrados anhelos prodigan una placentera sombra de ventura. El sol brilla calentando con sus plácidos y amorosos rayos de ilusiones a las criaturas que pululan por allí. La naturaleza parece prometer serenidad y felicidad.
En esta vereda algo alejada de la entrada de la obscura cueva, se encuentra un hombre. Un hombre cuyas vestiduras, una tùnica blanca de límpida humildad y una brillante aureola sobre su cabeza, su mirada placentera emite rayos de brillante honestidad, tranquila esperanza y aceptación de la vida. Feliz, con los brazos extendidos hacia la sombría entrada de la cueva, en cuyas palmas de las manos se adivinaban, màs que verse, heridas o cicatrices, invitaba con este gesto a la mujer. Que acuda a su encuentro. Por que la ama.
Con este gesto le dice que la ama tal cual es, con este gesto la invita a vivir junto con él en esta parte del mundo. Donde se mira y se admira a la naturaleza, se disfruta de ella y se vive con ella. Con amor, sin egoísmo y con esperanza.
Pero ella no lo ve porque…, es ciega. Ciega espiritual. Tiene miedo de pasar por ese tramo peligroso a la salida de sus obscuros aposentos. Tiene miedo de dejar atrás eso a lo que está acostumbrada.
Tiene miedo de la felicidad porque no la conoce. Tiene miedo de la vida porque no ha vivido. Por eso lanza la llave de la liberación lejos de sí. A la basura.
Por acá, un montón de basura, algunos deshechos; una vida desperdiciada en aras de la servidumbre, un orgullo destrozado, desangrado y marchito. Una dignidad echa pedazos y algo más.
En una de las frías paredes, sobre una repisa, descansa una cera encendida. Alumbrando con escasa y temblorosa luz, como buscando algo de valor, solicita la protección de un santo enmarcado en un cuadro de lúcida avaricia.
Lanzado en cualquier lugar, un feo muñeco. Un vil y repugnante monigote de indigno trapo humano. Desgarrado, maltrecho. Honor echo añicos. Roto como cualquier esperanza, desgarrado como cualquier dignidad. Orgullo desquebrajado por el maltrato que prodígale la hermosa. Es el objeto que recibe las frustraciones, el desencanto, la ira de la bella.
La hermosa mujer, postrada de hinojos, su rostro vuelto hacia la salida de la obscura cueva. Mirando hacia la lejana ilusión la brillante y cálida luz, y como adivinando y deseando el agradable calor del amoroso sol, como añorando el horizonte. Porta un sobretodo de brillante soberbia, con vivos colores de egolatría. Con este cubre su miserable desnudez espiritual.
En una mano sostiene un largo y negro làtigo, forjado de fuerte autoconmiseraciòn, resistente como su egoìsmo, con el cual fustiga su sufrimiento y desgarra sus ilusiones. Con la otra mano lanza lejos de sì un objeto limpido y brillante, que al ser lanzado emite algunos reflejos de escasa luz de esperanza. Una llave de veinticuatro kilates de amor puro, al cual le servirìa para abrir el gran candado hecho de fuerte cbardìa que la mantiene sujeta a una resistente y gran barra de soberbia, por medio de una cadena de egòlatras y brillantes eslabones de temor.
A la salida de la cueva se ve un trecho de obscuro, frío y sufriente camino lleno de dolorosos abrojos de desesperanza, punzantes espinas de soledad, arbustos de tupido llanto que dificultarían el sufriente paso a cualquiera. Grandes piedras de prieto miedo que harían tropezar y hasta caer a quién se atreviera a pasar con vacilante paso. Agujeros profundos de sufrimiento que semejan terribles y atemorizantes sismos.
Pero algo más allá se encuentra un camino tranquilo y alumbrado de felicidad. Una vereda luce a sus lados bellas y tranquilizadoras flores de esperanza. Hermosos y altos árboles de logrados anhelos prodigan una placentera sombra de ventura. El sol brilla calentando con sus plácidos y amorosos rayos de ilusiones a las criaturas que pululan por allí. La naturaleza parece prometer serenidad y felicidad.
En esta vereda algo alejada de la entrada de la obscura cueva, se encuentra un hombre. Un hombre cuyas vestiduras, una tùnica blanca de límpida humildad y una brillante aureola sobre su cabeza, su mirada placentera emite rayos de brillante honestidad, tranquila esperanza y aceptación de la vida. Feliz, con los brazos extendidos hacia la sombría entrada de la cueva, en cuyas palmas de las manos se adivinaban, màs que verse, heridas o cicatrices, invitaba con este gesto a la mujer. Que acuda a su encuentro. Por que la ama.
Con este gesto le dice que la ama tal cual es, con este gesto la invita a vivir junto con él en esta parte del mundo. Donde se mira y se admira a la naturaleza, se disfruta de ella y se vive con ella. Con amor, sin egoísmo y con esperanza.
Pero ella no lo ve porque…, es ciega. Ciega espiritual. Tiene miedo de pasar por ese tramo peligroso a la salida de sus obscuros aposentos. Tiene miedo de dejar atrás eso a lo que está acostumbrada.
Tiene miedo de la felicidad porque no la conoce. Tiene miedo de la vida porque no ha vivido. Por eso lanza la llave de la liberación lejos de sí. A la basura.
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