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La maleta.

Hoy, como al descuido, abrí la vieja y raída maleta donde se han ido acurrucando los recuerdos.
Allí, en un rinconcito, dobladita y tan prolija, encontré la rayuela anaranjada. Y el pedazo de ladrillo terracota sonriente y aún con todo su esplendor, me saludó de inmediato, soñando tal vez que lo tomaría y comenzaría a dar saltitos desparejos.
Los observé un rato y luego, con cuidado, los aparté para seguir hurgando.
Y entonces, vi aparecer despacio dos puntas grisáceas y rústicas asomando casi tímidas por entre el bagaje de recuerdos. ¡Oh, sí, las puntas del cordón de la vereda! ¡Ya me había olvidado que lo guardé hace mucho tiempo, bien atadito como para que no se le fueran a escapar tantas vivencias, eslabones de niñez y adolescencia que es bueno revivir de vez en cuando! ¡La pucha!
Si aquí están grabados e indelebles los juegos y las rondas. El trompo, la pelota, el árbol de la puerta, la sombra que amparaba las tardes del cordón, con la rueda de payana y el hoyo de la troya. ¡Qué historias ha guardado el gris de su figura! El goce de la lluvia, llevando en su remanso el cauce apresurado de un río de carcajadas que viajaban en barquitos de diario, o de papel de astrasa, aquel papel del cuarto kilo de azúcar, o de los cien gramos de cocóa.
De pronto, desde el interior de la mágica valija, salió un tintineo gracioso, familiar y tan lejano! Y sí, son las bolitas y las voces infantiles apostando al preferido. Siempre hay un preferido, ese que no pierde casi nunca. El que tiene los bochones y la mejor para el chante, esa que jamás se cambia ni se apuesta y que aunque le arranquen una lasca de tanto pegarle, igual se ajusta entre los dedos y por lo general termina coronando la mano ganadora.
¡Qué emoción, cuántos recuerdos!
Seguí mirando, extrañada de que allí hubieran tantas cosas y grande fue mi sorpresa cuando mis ojos chocaron con aquella estructura de cañas y papeles de colores, que tantas veces me hiciera despegar junto con ella y elevara mis sueños hasta el cielo que tan alto se encontraba. Allí también estaba la cometa, aquella que había costado como cinco días para armarla. Pegada con engrudo: harina y agua. Con las cañas pulidas con lija cero, la más fina, para que las astillas no lastimaran y el papel no se rompiera.
¡Y su cola!
En ella estaba siempre pegada la magia de mi madre, porque de otro modo no volaba y todos los retazos de viejos delantales y vestidos, por fin lograban el milagro. ¡Y remontaba! En el ovillo de hilo desprolijo y enredado aún sobrevivía, casi borrada, una carta. Así mandábamos los sueños hasta el cielo. ¿Y quién diría que no podíamos volar? ¡Si habré viajado entre las nubes prendida a tal ensoñación!
¡Cuántos tesoros encierra la valija! En un bolsillo interior, casi planchado y con las grietas de siempre, donde se criaban las plantitas de llantén, que papá le ponía al mate, encontré el murito de la puerta, con los dos escalones de bordes redondeados, intactos. Y me asaltó el olor a yerba mate y a buñuelos. Y el bullicio de los cuentos y las risas, y la figura de mamá jugando a la payana. Allí estaban también las cinco piedras, parejitas y medianas, porque siempre así las elegía.
A un costado, en la parte trasera del jardín, revivieron las plantas de tomate, el orégano, el tomillo, y más allá , las pitangas.
Por debajo de todos los recuerdos, conteniéndolos, abrazándolos como para resguardarlos para siempre, se asomó la vereda, con los mismos baches y alguna baldosa floja. Con los canteros de pasto y el olor de los paraísos, y las marcas del fuego del asado en el oscuro redondel sobre un costado.
¡Ah! ¡Cuántas historias que tiene la vereda! Desde una pequeña astilla clavada en una mano, hasta un puñal enorme hundido en algún pecho enamorado. Supo guardar celosa el primer beso y también los primeros desencantos.
Pero bueno, ya es algo tarde para seguir contando. Tengo por delante aún mucho trabajo antes de cerrar esta valija. No sé cómo lo haré, pero debo guardar de nuevo cada cosa en su lugar y con cuidado. No quisiera perder tantos recuerdos. No quisiera perder mi voz de niña, ni el pañuelo que tapaba nuestros ojos cuando jugábamos a la gallina ciega.
Ya voy cerrando, han quedado muchas cosas aún traspapeladas. Otro día las veré, pero hoy, me quedaré solo con éstas. Son suficientes para alegrar el alma.


Alba Rivero.
 

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