Jorge Toro
Miembro Conocido
Era noche…
noche oscura, noche helada,
lúgubre, monótona, perpetua;
por tinieblas insondables encubierta.
Era vida…
vida por completo negra
y en aquella tenebrosa noche inmersa;
abatida en todo tiempo,
insufrible en cada espacio;
aturdida en demasía
para la razón y el alma;
congelada en el mutismo,
errabunda entre su nada,
residente voluntaria
de su inhóspito presidio.
Vida exigua, amarga, baladí,
bordeando ya el ocaso,
como mísero pabilo vulnerable al viento…
Vida apenas sugerida en la mirada opaca,
habituada ya a la eterna sombra,
y a la carga de sus llagas.
Y…
En aquel luctuoso cuadro,
trágico, burlesco;
con aquél abandonado a su tormento,
anulado a todo sueño,
a merced del implacable golpe
que devasta al indefenso,
al enfermo, al infeliz
y al eterno deprimido...
Un minúsculo fulgor
irrumpió certero,
neto se infiltró por la fisura imperceptible,
impactó en el cuerpo desvalido
y atizó una célula en su pecho…
Pronto fueron más las impactadas
y ese ser sintió de a poco la tibieza.
Penetró acuciosa nueva luz
y ante su infalible embate,
la tiniebla se evadió impotente
pretendiendo abrigo en los rincones,
pero al fin cayó su imperio:
ese reino tenebroso
que enceguece las miradas
y enajena los cerebros.
Expedita aquella luz
penetró triunfante,
el constante frío desertó,
los colores retomaron sus matices
y quedó enterrada en el pasado
esa noche subterránea y demente.
Cuando su mirada se habituó al destello,
-olvidado casi por completo-
sobrevino lo grandioso:
Levantó la vista,
hasta entonces inclinada, enceguecida,
advirtió el inmenso azul del cielo
y esbozó de a poco la sonrisa
que significó una sola cosa:
¡Renacía su esperanza!
noche oscura, noche helada,
lúgubre, monótona, perpetua;
por tinieblas insondables encubierta.
Era vida…
vida por completo negra
y en aquella tenebrosa noche inmersa;
abatida en todo tiempo,
insufrible en cada espacio;
aturdida en demasía
para la razón y el alma;
congelada en el mutismo,
errabunda entre su nada,
residente voluntaria
de su inhóspito presidio.
Vida exigua, amarga, baladí,
bordeando ya el ocaso,
como mísero pabilo vulnerable al viento…
Vida apenas sugerida en la mirada opaca,
habituada ya a la eterna sombra,
y a la carga de sus llagas.
Y…
En aquel luctuoso cuadro,
trágico, burlesco;
con aquél abandonado a su tormento,
anulado a todo sueño,
a merced del implacable golpe
que devasta al indefenso,
al enfermo, al infeliz
y al eterno deprimido...
Un minúsculo fulgor
irrumpió certero,
neto se infiltró por la fisura imperceptible,
impactó en el cuerpo desvalido
y atizó una célula en su pecho…
Pronto fueron más las impactadas
y ese ser sintió de a poco la tibieza.
Penetró acuciosa nueva luz
y ante su infalible embate,
la tiniebla se evadió impotente
pretendiendo abrigo en los rincones,
pero al fin cayó su imperio:
ese reino tenebroso
que enceguece las miradas
y enajena los cerebros.
Expedita aquella luz
penetró triunfante,
el constante frío desertó,
los colores retomaron sus matices
y quedó enterrada en el pasado
esa noche subterránea y demente.
Cuando su mirada se habituó al destello,
-olvidado casi por completo-
sobrevino lo grandioso:
Levantó la vista,
hasta entonces inclinada, enceguecida,
advirtió el inmenso azul del cielo
y esbozó de a poco la sonrisa
que significó una sola cosa:
¡Renacía su esperanza!