Maria Jose
Miembro Conocido
Las miradas entre Lucía y Samuel ya no eran como antes, ya no brillaban cuando se reflejaban una en la otra ni se buscaban con necesidad, pasaban de largo los besos y pocas veces sentían el requisito de compartir el tiempo. Se habían convertido en dos personas que compartían casa, nada más.
Lucía advirtió, dentro de esa distancia, ciertas señas en Samuel que le comunicaban que algo le estaba sucediendo, sí, algo bueno a juzgar por la sonrisa que últimamente se advertía en su rostro, por esos pequeños lapsos de tiempos en los que le notaba como en otra dimensión, ausente, evadido en un estado de felicidad. Pero no le importó, es más, se alegraba de que él tuviera su motivo de contento, total, aquel barco en el que los dos navegaban tarde o temprano se estrellaría contra las rocas, sólo era cuestión de tiempo.
Lucía también tenía su motivo para estar dichosa, su pequeño gran secreto, su golpe de suerte.
Hace unos meses que había conocido a través de internet a una persona. Todas las mañanas, cuando en la oficina se sentaba delante de su ordenador, un clic le levantaba el alma, la sacaba a bailar, la atrapaba en una nube de ternura, llenaba ese vacío del que, a pesar de que se había convertido en su sino, no se acostumbraba. Estaba surgiendo el amor por escrito; ese gran olvidado entre ella y Samuel.
Aquel hombre sin rostro llamado Alberto le hacía sentirse hermosa, sin conocerla la sacó de su permanente invisibilidad; sus detalles, sus palabras la edificaban, él le hacía golpear su corazón dentro del pecho, se sentía viva y ella trasladaba ese mismo sentimiento al hombre que había detrás de aquel cristal líquido. Se querían, se necesitaban y punto com.
Antes de despedirse Samuel aquella mañana, le advirtió a Lucía que llegaría tarde esa noche, tenía una reunión que, con seguridad, se alargaría. Ella asintió con la cabeza viendo el cielo abierto, también tenía una reunión, con la alegría. Había quedado con Alberto para abrir la última puerta.
El restaurante en el que quedaron estaba situado en el centro de la ciudad, ambos habían acordado reservar mesa sobre las dos de la tarde, -mesa cinco- le comunicó Alberto mediante mensaje electrónico firmado con un beso. Debido al tráfico, Lucía, -Carmen para él- llegó con quince minutos de retraso. Entró al local dirección mesa cinco acompañada por el camarero, él la aguardaba dispuesto de espaldas a la puerta de entrada y al sentir su presencia se levantó, girándose para estrecharla en el deseado abrazo.
¡Samuel! -articuló Carmen-
¡Lucía! -modulo Alberto-
Algo grande falló entre ellos para que tuvieran que mostrarse y conocerse interiormente a través de la frialdad de un teclado.
Lucía advirtió, dentro de esa distancia, ciertas señas en Samuel que le comunicaban que algo le estaba sucediendo, sí, algo bueno a juzgar por la sonrisa que últimamente se advertía en su rostro, por esos pequeños lapsos de tiempos en los que le notaba como en otra dimensión, ausente, evadido en un estado de felicidad. Pero no le importó, es más, se alegraba de que él tuviera su motivo de contento, total, aquel barco en el que los dos navegaban tarde o temprano se estrellaría contra las rocas, sólo era cuestión de tiempo.
Lucía también tenía su motivo para estar dichosa, su pequeño gran secreto, su golpe de suerte.
Hace unos meses que había conocido a través de internet a una persona. Todas las mañanas, cuando en la oficina se sentaba delante de su ordenador, un clic le levantaba el alma, la sacaba a bailar, la atrapaba en una nube de ternura, llenaba ese vacío del que, a pesar de que se había convertido en su sino, no se acostumbraba. Estaba surgiendo el amor por escrito; ese gran olvidado entre ella y Samuel.
Aquel hombre sin rostro llamado Alberto le hacía sentirse hermosa, sin conocerla la sacó de su permanente invisibilidad; sus detalles, sus palabras la edificaban, él le hacía golpear su corazón dentro del pecho, se sentía viva y ella trasladaba ese mismo sentimiento al hombre que había detrás de aquel cristal líquido. Se querían, se necesitaban y punto com.
Antes de despedirse Samuel aquella mañana, le advirtió a Lucía que llegaría tarde esa noche, tenía una reunión que, con seguridad, se alargaría. Ella asintió con la cabeza viendo el cielo abierto, también tenía una reunión, con la alegría. Había quedado con Alberto para abrir la última puerta.
El restaurante en el que quedaron estaba situado en el centro de la ciudad, ambos habían acordado reservar mesa sobre las dos de la tarde, -mesa cinco- le comunicó Alberto mediante mensaje electrónico firmado con un beso. Debido al tráfico, Lucía, -Carmen para él- llegó con quince minutos de retraso. Entró al local dirección mesa cinco acompañada por el camarero, él la aguardaba dispuesto de espaldas a la puerta de entrada y al sentir su presencia se levantó, girándose para estrecharla en el deseado abrazo.
¡Samuel! -articuló Carmen-
¡Lucía! -modulo Alberto-
Algo grande falló entre ellos para que tuvieran que mostrarse y conocerse interiormente a través de la frialdad de un teclado.