Ricardo López Castro
Nuevo Miembro
El caserón antiguo se hacía inhabitable
para los inquilinos.
Repleto de inquietantes secretos,
con una historia amarga a sus espaldas,
habitáculos sellados a cal y canto,
crujidos y una inmensa oscuridad
en las noches más largas,
cuyos amaneceres reflejaban
tímidamente
los grandes ventanales
del salón donde el péndulo oscilaba
vagamente,
sin la celeridad de antaño.
El jardín era un luto.
Un columpio raído y desgastado,
la caseta del perro abandonado,
y un acopio de sombras y malezas.
Algunos sospechaban que el fantasmal ruido
se había apoderado del recinto.
Los espejos,
a ambos lados del tácito pasillo,
semejaban adornos sin vida y sin recuerdo.
El portón, con su dimensión acústica,
traspasaba el confín de las mustias paredes,
removía el umbral del viejo magnetófono.
El aspecto, el carácter, la afonía, la personalidad
de esta casa, no eran sus ruinas.
Era el último miedo recorrido
tras la palabra.
para los inquilinos.
Repleto de inquietantes secretos,
con una historia amarga a sus espaldas,
habitáculos sellados a cal y canto,
crujidos y una inmensa oscuridad
en las noches más largas,
cuyos amaneceres reflejaban
tímidamente
los grandes ventanales
del salón donde el péndulo oscilaba
vagamente,
sin la celeridad de antaño.
El jardín era un luto.
Un columpio raído y desgastado,
la caseta del perro abandonado,
y un acopio de sombras y malezas.
Algunos sospechaban que el fantasmal ruido
se había apoderado del recinto.
Los espejos,
a ambos lados del tácito pasillo,
semejaban adornos sin vida y sin recuerdo.
El portón, con su dimensión acústica,
traspasaba el confín de las mustias paredes,
removía el umbral del viejo magnetófono.
El aspecto, el carácter, la afonía, la personalidad
de esta casa, no eran sus ruinas.
Era el último miedo recorrido
tras la palabra.